La primera vez que conocí a gente haciendo el ayuno fue en el Camino de Santiago, hace 16 años. Había un grupo de peregrinos que caminaba durante una semana y no comían nada. Solo bebían mucha agua y un zumo al día. Yo en aquella época era desconocedora total de esto y pensé: “Deben de ser de alguna secta”.
Pocos años después, escuché hablar del ayuno y de retiros de ayuno y senderismo en Alemania y me pudo la curiosidad y decidí probarlo. Soy así, para poder opinar, hay que probarlo y no suelo tener miedo a las cosas nuevas. Pensaba que esto iba a ser muy difícil, 7 días sin comer nada. Pero no fue así.
En los primeros 2 días, cuando el cuerpo hace este cambio de programa (de la alimentación exterior a la interior) pueden aparecer algunas molestias, pero a partir del tercer día las personas se suelen sentir geniales y llenas de energía. Lo que más me asombró fue que no tenía hambre durante estos días. Hacer un ayuno de varios días es mucho más fácil que hacer una dieta. Suena paradójico, pero es así.
En la dieta le damos menos a nuestro cuerpo de lo que necesita y sufre. Durante el ayuno el cuerpo (y con más experiencia en el ayuno también la mente) hace un cambio de chip a la alimentación interior. Sabe que no va a tener nada de comer y cambia su sistema al modo de vivir con los recursos internos.
Este cambio de chip normalmente lo hace al segundo día del ayuno.
Es exactamente lo que viven los animales en la época del invierno, cuando no disponen de comida, o lo que hacían nuestros antepasados que no disponían de neveras llenas. Nuestro cuerpo, genéticamente hablando, está pensado más para poder absorber la falta de alimentos que la sobrealimentación. Y si lo pensamos, es lógico. Los supermercados llenos existen desde hace relativamente poco si consideramos la historia de la humanidad. Con los ciclos de la natura y la disponibilidad de alimentos sin supermercados siempre han significado que hay épocas en la que no disponemos de alimentos.